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—¡Tú tienes la culpa! —sollozó Winston—. Tú me convertiste en este
guiñapo.
—No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra
el Partido. Todo ello estaba ya contenido en aquel primer acto de rebeldía.
Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:
—Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está
tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado e
insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia
sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado a
todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas.
Miró a O'Brien.
—No he traicionado a Julia —dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
—No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O'Brien
que nada parecía capaz de destruir. «¡Qué inteligente —pensó—, qué
inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender lo que se le
decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a Julia.
¿No se lo habían sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente
todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres, su vida pasada; había
confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre
ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos
comprados en el mercado negro, sus relaciones sexuales, sus vagas
conspiraciones contra el Partido... y, sin embargo, en el sentido que él le daba
a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de
amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos. O'Brien había
entendido lo que él quería decir sin necesidad de explicárselo.
—Dime —murmuró Winston—, ¿cuándo me matarán?
—A lo mejor, tardan aún mucho tiempo —respondió O'Brien—. Eres un
caso difícil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan antes o después. Al
final, te mataremos.
CAPÍTULO IV