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se le habían encogido de tal manera que las rodillas eran más gruesas que los
               muslos. Esto le hizo comprender por qué O'Brien le había dicho que se viera
               de  lado.  La  curvatura  de  la  espina  dorsal  era  asombrosa.  Los  delgados
               hombros  avanzaban  formando  un  gran  hueco  en  el  pecho  y  el  cuello  se
               doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido que era su propio cuerpo,
               habría  dicho  Winston  que  se  trataba  de  un  hombre  de  más  de  sesenta  años

               aquejado de alguna terrible enfermedad.

                   —Has  pensado  a  veces  —dijo  O'Brien—  que  mi  cara,  la  cara  de  un
               miembro del Partido Interior, está avejentada y revela un gran cansancio. ¿Qué
               piensas contemplando la tuya?

                   Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de
               frente.

                   —¡Fíjate  en  qué  estado  te  encuentras!  —dijo—.  Mira  la  suciedad  que

               cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como un macho cabrío? Es probable que
               ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo con el
               pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes
               que has perdido veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el
               pelo se te cae a puñados. ¡Mira! —le arrancó un mechón de pelo—. Abre la
               boca.  Te  quedan  nueve,  diez,  once  dientes.  ¿Cuántos  tenías  cuando  te
               detuvimos? Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!


                   Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió
               un dolor agudísimo que le corrió por toda la mandíbula. O'Brien se lo había
               arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.

                   Te  estás  pudriendo,  Winston.  Te  estás  desmoronando.  ¿Qué  eres  ahora?
               Una bolsa llena de porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes
               enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la Humanidad. Anda,

               vístete otra vez.

                   Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora
               no había notado lo débil que estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente:
               que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se figuraba. Entonces,
               al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una
               enorme piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se

               había sentado en un taburete junto al lecho y había roto a llorar. Se daba plena
               cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón de huesos
               envueltos  en  trapos  sucios  que  lloraba  iluminado  por  una  deslumbrante  luz
               blanca. Pero no podía contenerse. O'Brien le puso una mano en el hombro casi
               con amabilidad.

                   —Esto no durará siempre —le dijo—. Puedes evitarte todo esto en cuanto
               quieras. Todo depende de ti.
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