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—Sí, me considero superior.

                   O'Brien  guardó  silencio.  Pero  en  seguida  empezaron  a  hablar  otras  dos
               voces.  Después  de  un  momento,  Winston  reconoció  que  una  de  ellas  era  la
               suya  propia.  Era  una  cinta  magnetofónica  de  la  conversación  que  había
               sostenido con O'Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se
               oyó a sí mismo prometiendo solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar,
               fomentar el hábito de las drogas y la prostitución, propagar las enfermedades

               venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto
               de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la
               pena. Luego hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.

                   —Levántate de ahí —dijo O'Brien.

                   Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con
               gran dificultad.

                   —Eres el último hombre —dijo O'Brien—. Eres el guardián del espíritu

               humano. Ahora te verás como realmente eres. Desnúdate.

                   Winston  se  soltó  el  pedazo  de  cuerda  que  le  sostenía  el  «mono».  Había
               perdido  hacía  tiempo  la  cremallera.  No  podía  recordar  si  había  llegado  a
               desnudarse del todo desde que lo detuvieron. Debajo del «mono» tenía unos
               andrajos  amarillentos  que  apenas  podían  reconocerse  como  restos  de  ropa
               interior. Al caérsele todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas

               en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo en seco. Se le había escapado
               un grito involuntario.

                   —Anda  —dijo  O'Brien—.  Colócate  entre  las  tres  lunas.  Así  te  verás
               también de lado.

                   Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un
               color  grisáceo  andaba  hacia  él.  La  imagen  era  horrible.  Se  acercó  más  al

               espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada, ya que
               avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una
               frente  abultada  y  un  cráneo  totalmente  calvo,  una  nariz  retorcida  y  los
               pómulos  magullados,  con  unos  ojos  feroces  y  alertas.  Las  mejillas  tenían
               varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció
               que había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi
               calvo y en un principio creyó que tenía el pelo cano, pero era que el color de

               su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las manos y la cara,
               se había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá,
               bajo  la  suciedad,  aparecían  las  cicatrices  rojas  de  las  heridas,  y  cerca  del
               tobillo  sus  varices  formaban  una  masa  inflamada  de  la  que  se  desprendían
               escamas  de  piel.  Pero  lo  verdaderamente  espantoso  era  su  delgadez.  La
               cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas
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