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Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en casa.

                   La  molestia  causada  por  el  proyectil  del  tirachinas  se  le  había  pasado.
               Winston volvió a coger la pluma preguntándose si no tendría algo más que
               escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O'Brien.

                   Años  atrás  —cuánto  tiempo  hacía,  quizás  siete  años—  había  soñado
               Winston que paseaba por una habitación oscura... Alguien sentado a su lado le

               había  dicho  al  pasar  él:  «Nos  encontraremos  en  el  lugar  donde  no  hay
               oscuridad».  Se  lo  había  dicho  con  toda  calma,  de  una  manera  casual,  más
               como  una  afirmación  cualquiera  que  como  una  orden.  Él  había  seguido
               andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no le
               habían impresionado. Fue sólo, más tarde y gradualmente cuando empezaron a
               tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el
               sueño cuando había visto a O'Brien por vez primera; y tampoco podía recordar
               cuándo  había  identificado  aquella  voz  como  la  de  O'Brien.  Pero,  de  todos

               modos, era indudablemente O'Brien quien le había hablado en la oscuridad.

                   Nunca había podido sentirse absolutamente seguro —incluso después del
               fugaz encuentro de sus miradas esta mañana— de si O'Brien era un amigo o
               un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre
               ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante que el afecto o
               el partidismo. «Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad», le

               había dicho. Winston no sabía lo que podían significar estas palabras, pero sí
               sabía que se convertirían en realidad.

                   La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de
               trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:

                   «Atención.  ¡Vuestra  atención,  por  favor!  En  este  momento  nos  llega  un
               notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa

               victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que
               me refiero puede aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto
               del notirrelámpago...»

                   Malas  noticias,  pensó  Winston.  Ahora  seguirá  la  descripción,  con  un
               repugnante  realismo,  del  aniquilamiento  de  todo  un  ejército  eurásico,  con
               fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para decirnos luego que, desde la

               semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de
               los treinta de ahora.

                   Winston  volvió  a  eructar.  La  ginebra  perdía  ya  su  fuerza  y  lo  dejaba
               desanimado. La telepantalla —no se sabe si para celebrar la victoria o para
               quitar el mal sabor del chocolate perdido— lanzó los acordes de Oceanía, todo
               para ti. Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo,
               tenía  que  escucharlo  de  pie.  Sin  embargo,  Winston  se  aprovechó  de  que  la
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