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me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo
               mismo  abajo  el  gran  hermano  siempre  le  matan  a  uno  por  la  nuca  no  me
               importa abajo el gran hermano...

                   Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la
               pluma  sobre  la  mesa.  De  repente,  se  sobresaltó  espantosamente.  Habían
               llamado a la puerta.


                   ¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta
               esperanza de que quien fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la
               llamada se repitió.

                   Lo  peor  que  podía  hacer  Winston  era  tardar  en  abrir.  Le  redoblaba  el
               corazón como un tambor, pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de
               la costumbre, resultaran inexpresivas. Levantóse y se acercó pesadamente a la
               puerta.






                                                   CAPÍTULO II




                   Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario
               abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO
               EL  GRAN  HERMANO  repetido  en  toda  ella  con  letras  grandísimas.  Pero
               Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremoso

               papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.

                   Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una
               sensación  de  alivio.  Una  mujer  insignificante,  avejentada,  con  el  cabello
               revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.

                   —¡Oh,  camarada!  —empezó  a  decir  la  mujer  en  una  voz  lúgubre  y
               quejumbrosa—;  te  sentí  llegar  y  he  venido  por  si  puedes  echarle  un  ojo  al
               desagüe del fregadero. Se nos ha atascado...


                   Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una
               palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas,
               pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de
               unos treinta años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de
               que  había  polvo  reseco  en  las  arrugas  de  su  cara.  Winston  la  siguió  por  el
               pasillo.  Estas  reparaciones  de  aficionado  constituían  un  fastidio  casi  diario.
               Las  Casas  de  la  Victoria  eran  unos  antiguos  pisos  construidos  hacia  1930

               aproximadamente  y  se  hallaban  en  estado  ruinoso.  Caían  constantemente
               trozos de yeso del techo y de la pared, las tuberías se estropeaban con cada
               helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba sólo a medias
               cuando  funcionaba,  porque  casi  siempre  la  cerraban  por  economía.  Las
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