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siempre  con  impecables  trajes  oscuros  (Winston  recordaba  sobre  todo  las
               suelas  extremadamente  finas  de  los  zapatos  de  su  padre)  y  usaba  gafas.
               Seguramente, tanto el padre como la madre debieron de haber caído en una de
               las primeras grandes purgas de los años cincuenta.

                   En aquel momento —en el sueño— su madre estaba sentada en un sitio
               profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana sólo recordaba
               Winston  que  era  una  chiquilla  débil  e  insignificante,  siempre  callada  y  con

               ojos  grandes  que  se  fijaban  en  todo.  Se  hallaban  las  dos  en  algún  sitio
               subterráneo —por ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda—,
               pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo sin
               cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la hermana lo
               miraban a él desde la tenebrosidad de las aguas que invadían el buque. Aún

               había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían verlo todavía y él a
               ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir cayendo en
               las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a otro las ocultarían
               para siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz
               mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se hundían porque él
               estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en
               las  caras  de  ellas  este  conocimiento.  Pero  la  expresión  de  las  dos  no  le

               reprochaba  nada  ni  sus  corazones  tampoco  —él  lo  sabía—  y  sólo  se
               transparentaba la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir
               viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las cosas.

                   No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro
               de  que,  de  un  modo  u  otro,  las  vidas  de  su  madre  y  su  hermana  fueron
               sacrificadas  para  que  él  viviera.  Era  uno  de  esos  ensueños  que,  a  pesar  de
               utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra

               vida intelectual y en los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen
               teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó a
               Winston,  al  pensar  luego  en  lo  que  había  soñado,  fue  que  la  muerte  de  su
               madre, ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un modo
               que ya no era posible. Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos antiguos

               y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad —vida
               privada, amor y amistad— y en que los miembros de una familia permanecían
               juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello. El recuerdo de su
               madre  le  torturaba  porque  había  muerto  amándole  cuando  él  era  demasiado
               joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de alguna manera —no
               recordaba  cómo—  se  había  sacrificado  a  un  concepto  de  la  lealtad  que  era
               privatísimo e inalterable. Bien comprendía Winston que esas cosas no podían

               suceder  ahora.  Lo  que  ahora  había  era  miedo,  odio  y  dolor  físico,  pero  no
               emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto lo había visto,
               soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a él a través
               de las aguas verdeoscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar de hundirse.
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