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telepantalla no lo veía y siguió sentado.

                   Oceanía,  todo  para  ti,  terminó  y  empezó  la  música  ligera.  Winston  se
               dirigió hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla. El día era
               todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y
               prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la
               semana.


                   Abajo,  en  la  calle,  el  viento  seguía  agitando  el  cartel  donde  la  palabra
               Ingsoc  aparecía  y  desaparecía.  Ingsoc.  Los  principios  sagrados  de  Ingsoc.
               Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar
               recorriendo  las  selvas  submarinas,  perdido  en  un  mundo  monstruoso  cuyo
               monstruo  era  él  mismo.  Estaba  solo.  El  pasado  había  muerto,  el  futuro  era
               inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser humano
               estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría

               siempre?  Como  respuesta,  los  tres  slogans  sobre  la  blanca  fachada  del
               Ministerio de la Verdad, le recordaron que:

                   LA GUERRA ES LA PAZ

                   LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

                   LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

                   Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella,
               en  letras  pequeñas,  pero  muy  claras,  aparecían  las  mismas  frases  y,  en  el

               reverso  de  la  moneda,  la  cabeza  del  Gran  Hermano.  Los  ojos  de  éste  le
               perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de
               correo, en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las
               portadas de los libros, en todas partes. Siempre los ojos que os contemplaban y
               la voz que os envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa
               o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo
               a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.


                   El  sol  había  seguido  su  curso  y  las  mil  ventanas  del  Ministerio  de  la
               Verdad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una
               fortaleza. Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado
               fuerte  para  ser  asaltada.  Ni  siquiera  un  millar  de  bombascohete  podrían
               abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado,
               para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino

               algo peor: el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y
               a él lo vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera
               escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria.
               ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni
               siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

                   En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de
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