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Winston la impresión que le había dejado el ensueño y los movimientos
rítmicos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo. Mientras
doblaba y desplegaba mecánicamente los brazos —sin perder ni por un
instante la expresión de contento que se consideraba apropiada durante las
Sacudidas Físicas—, se esforzaba por resucitar el confuso período de su
primera infancia. Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de los
años cincuenta y tantos —al final de la década— todo se desvanecía. Sin datos
externos de ninguna clase a que referirse era imposible reconstruir ni siquiera
el esquema de la propia vida. Se recordaban los acontecimientos de enormes
proporciones —que muy bien podían no haber acaecido—, se recordaban
también detalles sueltos de hechos sucedidos en la infancia, de cada uno, pero
sin poder captar la atmósfera. Y había extensos períodos en blanco donde no
se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo había sido diferente.
Incluso los nombres de los países y sus formas en el mapa. La Franja Aérea
número l, por ejemplo, no se llamaba así en aquellos días: la llamaban
Inglaterra o Bretaña, aunque Londres —Winston estaba casi seguro de ello—
se había llamado siempre Londres.
No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera estado
en guerra, pero era evidente que había un intervalo de paz bastante largo
durante su infancia porque uno de sus primeros recuerdos era el de un ataque
aéreo que parecía haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la
bomba atómica cayó en Colchester. No se acordaba del ataque propiamente
dicho, pero sí de la mano de su padre que le tenía cogida la suya mientras
descendían precipitadamente por algún lugar subterráneo muy profundo,
dando vueltas por una escalera de caracol que finalmente le había cansado
tanto las piernas que empezó a sollozar y su padre tuvo que dejarle descansar
un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía a bastante
distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo llevase un
lío de mantas. Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera nacido
por entonces. Por último, desembocaron a un sitio ruidoso y atestado de gente,
una estación de Metro.
Muchas personas se hallaban sentadas en el suelo de piedra y otras,
arracimadas, se habían instalado en diversos objetos que llevaban. Winston y
sus padres encontraron un sitio libre en el suelo y junto a ellos un viejo y una
vieja se apretaban el uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje oscuro
y una boina de paño negro bajo la cual le asomaba abundante cabello muy
blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules y lacrimosos. Olía a ginebra.
Ésta parecía salírsele por los poros en vez del sudor y podría haberse pensado
que las lágrimas que le brotaban de los ojos eran ginebra pura. Sin embargo, a
pesar de su borrachera, sufría de algún dolor auténtico e insoportable. De un
modo infantil, Winston comprendió que algo terrible, más allá del perdón y
que jamás podría tener remedio, acababa de ocurrirle al viejo. También creía