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reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser
               autorizadas  por  remotos  comités  que  solían  retrasar  dos  años  incluso  la
               compostura de un cristal roto.

                   —Si  le  he  molestado  es  porque  Tom  no  está  en  casa  —dijo  la  señora
               Parsons vagamente.

                   El  piso  de  los  Parsons  era  mayor  que  el  de  Winston  y  mucho  más

               descuidado.  Todo  parecía  roto  y  daba  la  impresión  de  que  allí  acababa  de
               agitarse  un  enorme  y  violento  animal.  Por  el  suelo  estaban  tirados  diversos
               artículos para deportes —bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón de
               reglamento,  unos  pantalones  vueltos  del  revés—  y  sobre  la  mesa  había  un
               montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las paredes,
               unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los Espías y un gran cartel con el
               retrato  de  tamaño  natural  del  Gran  Hermano.  Por  supuesto,  se  percibía  el
               habitual olor a verduras cocidas que era el dominante en todo el edificio, pero

               en este piso era más fuerte el olor a sudor, que —se notaba desde el primer
               momento, aunque no podría uno decir por qué— era el sudor de una persona
               que no se hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien con un peine
               y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la música militar que
               brotaba todavía de la telepantalla.

                   —Son los niños —dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva

               hacia la puerta—. Hoy no han salido. Y, desde luego...

                   Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El
               fregadero  de  la  cocina  estaba  lleno  casi  hasta  el  borde  con  agua  sucia  y
               verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el
               ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear
               sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura le hacía toser.

               La señora Parsons lo miró desanimada:

                   —Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le
               gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy...

                   Parsons  era  el  compañero  de  oficina  de  Winston  en  el  Ministerio  de  la
               Verdad.  Era  un  hombre  muy  grueso,  pero  activo  y  de  una  estupidez
               asombrosa,  una  masa  de  entusiasmos  imbéciles,  uno  de  esos  idiotas  de  los

               cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad
               del Partido. A sus treinta y cinco años acababa de salir de la Liga juvenil, y
               antes de ser admitido en esa organización había conseguido permanecer en la
               de  los  Espías  un  año  más  de  lo  reglamentario.  En  el  Ministerio  estaba
               empleado  en  un  puesto  subordinado  para  el  que  no  se  requería  inteligencia
               alguna, pero, por otra parte, era una figura sobresaliente del Comité deportivo
               y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas,

               manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las
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