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actividades  «voluntarias».  Informaba  a  quien  quisiera  oírle,  con  tranquilo
               orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había dejado de acudir ni un solo
               día al Centro de la Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo
               olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y
               energía, le seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba
               lejos.

                   —¿Tiene  usted  un  destornillador?  —dijo  Winston  tocando  el  tapón  del

               desagüe.

                   —Un  destornillador  —dijo  la  señora  Parsons,  inmovilizándose
               inmediatamente—. Pues, no sé. Es posible que los niños...

                   En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con
               el peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y
               quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los

               dedos lo mejor que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.

                   —¡Arriba las manos! —chilló una voz salvaje.

                   Un  chico,  guapo  y  de  aspecto  rudo,  que  parecía  tener  unos  nueve  años,
               había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola
               automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos,
               hacia el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con
               pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el

               uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma
               sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.

                   —¡Eres un traidor! —grito el chico—. ¡Eres un criminal mental! ¡Eres un
               espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal!

                   De  pronto,  tanto  el  niño  como  la  niña  empezaron  a  saltar  en  torno  a  él
               gritando:  «¡Traidor!»  «¡Criminal  mental!»,  imitando  la  niña  todos  los

               movimientos  de  su  hermano.  Aquello  producía  un  poco  de  miedo,  algo  así
               como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se
               convertirán  en  devoradores  de  hombres.  Había  una  especie  de  ferocidad
               calculadora  en  la  mirada  del  pequeño,  un  deseo  evidente  de  darle  un  buen
               golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya
               casi  lo  suficientemente  hombre  para  hacerlo.  «¡Qué  suerte  que  el  niño  no
               tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.


                   La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y
               de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar
               Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.

                   —Hacen tanto ruido... —dijo ella—. Están disgustados porque no pueden
               ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no
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