Page 17 - 1984
P. 17
actividades «voluntarias». Informaba a quien quisiera oírle, con tranquilo
orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había dejado de acudir ni un solo
día al Centro de la Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo
olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y
energía, le seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba
lejos.
—¿Tiene usted un destornillador? —dijo Winston tocando el tapón del
desagüe.
—Un destornillador —dijo la señora Parsons, inmovilizándose
inmediatamente—. Pues, no sé. Es posible que los niños...
En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con
el peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y
quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los
dedos lo mejor que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.
—¡Arriba las manos! —chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años,
había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola
automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos años menos,
hacia el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con
pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el
uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma
sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.
—¡Eres un traidor! —grito el chico—. ¡Eres un criminal mental! ¡Eres un
espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal!
De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él
gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal mental!», imitando la niña todos los
movimientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo así
como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se
convertirán en devoradores de hombres. Había una especie de ferocidad
calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen
golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya
casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no
tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y
de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar
Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.
—Hacen tanto ruido... —dijo ella—. Están disgustados porque no pueden
ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no