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diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las

               campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo
               una  verdad  que  nadie  oiría  nunca.  De  todos  modos,  mientras  Winston
               pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompía. La herencia humana no
               se  continuaba  porque  uno  se  hiciera  oír  sino  por  el  hecho  de  permanecer
               cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

                   Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar

               libremente,  en  que  los  hombres  sean  distintos  unos  de  otros  y  no  vivan
               solitarios... Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser
               deshecho:

                   Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del
               Gran Hermano, la época del doblepensar... ¡muchas felicidades!

                   Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en

               que empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el
               paso  definitivo.  Las  consecuencias  de  cada  acto  van  incluidas  en  el  acto
               mismo. Escribió El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el
               crimental es la muerte misma. Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo
               imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la
               mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que le pueden delatar a
               uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer: alguna

               como la del cabello color de arena o la muchacha morena del Departamento de
               Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma anticuada y qué
               habría escrito... y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue al cuarto de
               baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le
               limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su

               propósito.

                   Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo;
               pero,  por  lo  menos,  podía  saber  si  lo  habían  descubierto  o  no.  Un  cabello
               sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un
               dedo  recogió  una  partícula  de  polvo  de  posible  identificación  y  la  depositó
               sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que caerse si cogían el libro.






                                                   CAPÍTULO III




                   Winston estaba soñando con su madre. Él debía de tener unos diez u once
               años  cuando  su  madre  murió.  Era  una  mujer  alta,  estatuaria  y  más  bien
               silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre lo
               recordaba,  más  vagamente,  como  un  hombre  moreno  y  delgado,  vestido
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