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De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los
               rayos oblicuos del sol doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía
               ahora  se  le  presentaba  con  tanta  frecuencia  en  sueños  que  nunca  estaba
               completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando
               estaba despierto, lo llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por
               los  conejos  con  un  sendero  que  serpenteaba  por  él  y,  aquí  y  allá,  unas

               pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se veían unos olmos que se
               balanceaban  suavemente  con  la  brisa  y  sus  follajes  parecían  cabelleras  de
               mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría un claro arroyuelo de lento fluir.

                   La  muchacha  morena  venía  hacia  él  por  aquel  campo.  Con  un  solo
               movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su
               cuerpo  era  blanco  y  suave,  pero  no  despertaba  deseo  en  Winston,  que  se

               limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento
               era el gesto con que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el
               descuido  de  aquel  gesto,  parecía  estar  aniquilando  toda  su  cultura,  todo  un
               sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del
               Pensamiento  pudieran  ser  barridos  y  enviados  a  la  Nada  con  un  simple
               movimiento del brazo. También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos.
               Winston se despertó con la palabra «Shakespeare» en los labios.


                   La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía el
               tímpano y que continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran las cero—
               siete—quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston se echó abajo
               de la cama —desnudo porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo
               tres  mil  cupones  para  vestimenta  durante  el  año  y  un  pijama  necesitaba
               seiscientos cupones— y se puso un sucio singlet y unos shorts que estaban
               sobre  una  silla.  Dentro  de  tres  minutos  empezarían  las  Sacudidas  Físicas.

               Inmediatamente  le  entró  el  ataque  de  tos  habitual  en  él  en  cuanto  se
               despertaba.  Vació  tanto  sus  pulmones  que,  para  volver  a  respirar,  tuvo  que
               tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en rápida
               sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus varices le
               habían empezado a escocer.

                   —¡Grupo  de  treinta  a  cuarenta!  —ladró  una  penetrante  voz  de  mujer—.

               ¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad vuestros sitios, por favor.

                   Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual había
               aparecido  ya  la  imagen  de  una  mujer  más  bien  joven,  musculosa  y  de
               facciones duras, vestida con una túnica y calzando sandalias de gimnasia.

                   —¡Doblad  y  extended  los  brazos!  —gritó—.  ¡Contad  a  la  vez  que  yo!
               ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de

               vida en lo que hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!...

                   La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en
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