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—Yo creo que existo —dijo con cansancio—. Tengo plena conciencia de
               mi propia identidad. He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo
               un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la
               vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?

                   —Eso no tiene importancia. Existe.

                   —¿Morirá el Gran Hermano?

                   —Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.


                   —¿Existe la Hermandad?

                   —Eso  no  lo  sabrás  nunca,  Winston.  Si  decidimos  libertarte  cuando
               acabemos  contigo  y  si  llegas  a  vivir  noventa  años,  seguirás  sin  saber  si  la
               respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un enigma.

                   Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no
               había  hecho  la  pregunta  que  le  preocupaba  desde  un  principio.  Tenía  que
               preguntarlo,  pero  su  lengua  se  resistía  a  pronunciar  las  palabras.  O'Brien

               parecía  divertido.  Hasta  sus  gafas  parecían  brillar  irónicamente.  Winston
               pensó de pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a preguntar». Y entonces
               le fue fácil decir:

                   —¿Qué hay en la habitación 101?

                   La expresión del rostro de O'Brien no cambió. Respondió:

                   —Sabes  muy  bien  lo  que  hay  en  la  habitación  101,  Winston.  Todo  el
               mundo  sabe  lo  que  hay  en  la  habitación  101.  —Levantó  un  dedo  hacia  el

               hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado. Winston
               sintió  en  el  brazo  el  pinchazo  de  una  inyección.  Casi  inmediatamente,  se
               hundió en un profundo sueño.






                                                   CAPÍTULO III



                   —Hay tres etapas en tu reintegración —dijo O'Brien—; primero aprender,
               luego comprender y, por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda

               etapa.

                   Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban
               tan fuerte. Aunque seguía sujeto al lecho, podía mover las rodillas un poco y
               volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya no le
               causaba  tanta  tortura  la  palanca.  Podía  evitarse  el  dolor  con  un  poco  de
               habilidad, porque ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de inteligencia. A

               veces  pasaba  una  sesión  entera  sin  que  se  moviera  la  aguja  del  disco.  No
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