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persona distinta.

                   —Ya has visto que es posible —le dijo O'Brien.

                   —Sí —dijo Winston.

                   O'Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el
               hombre de la bata blanca preparaba una inyección. O'Brien miró a Winston
               sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.

                   —¿Recuerdas  haber  escrito  en  tu  diario  que  no  importaba  que  yo  fuera

               amigo  o  enemigo,  puesto  que  yo  era  por  lo  menos  una  persona  que  te
               comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar contigo.
               Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enferma.
               Antes  de  que  acabemos  esta  sesión  puedes  hacerme  algunas  preguntas  si
               quieres.

                   —¿La pregunta que quiera?

                   —Sí.  Cualquiera.  —Vio  que  los  ojos  de  Winston  se  fijaban  en  la  esfera

               graduada—: Ahora no funciona. ¿Cuál es tu primera pregunta?

                   —¿Qué habéis hecho con Julia? —dijo Winston.

                   O'Brien volvió a sonreír.

                   —Te  traicionó,  Winston.  Inmediatamente  y  sin  reservas.  Pocas  veces  he
               visto a alguien que se nos haya entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si
               la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su suciedad mental... todo
               eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión

               perfecta, un caso para ponerlo en los libros de texto.

                   —¿La habéis torturado?

                   O'Brien no contestó.

                   —A ver, la pregunta siguiente.

                   —¿Existe el Gran Hermano?

                   —Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación
               del Partido.


                   —¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?

                   —Tú no existes —dijo O'Brien.

                   A  Winston  volvió  a  asaltarle  una  terrible  sensación  de  desamparo.
               Comprendía  por  qué  le  decían  a  él  que  no  existía;  pero  era  un  juego  de
               palabras  estúpido.  ¿No  era  un  gran  absurdo  la  afirmación  «tú  no  existes»?
               Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
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