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momentánea. O'Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamiento
de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco
entornados y le dijo: —Estás pensando que si nos proponemos destruirte por
completo, ¿para qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a
quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad
que lo estás pensando?
—Sí —dijo Winston.
O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una
mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace poco
que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos contentamos
con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando
por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No
destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no los
destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje
político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva
dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en
cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta
intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por
muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte
podemos permitir alguna desviación. Antiguamente, el hereje subía a la
hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando con
ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en
el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la
nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir.
La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de
mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es:
«Eres». Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les
lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores en cuya inocencia
creíste un día —Jones, Aaronson y Rutherford— los conquistamos al final. Yo
mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando,
llorando a lágrima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino
sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando acabamos
con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el
arrepentimiento por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era
conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se les matase en seguida para
poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el
entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo —pensó
Winston—, no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston le oprimía el
convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella