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—Esto no durará mucho —dijo O'Brien—. Mírame a los ojos. ¿Con qué
               país está en guerra Oceanía?

                   Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano
               de este país. También recordaba que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no
               sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía idea de que hubiera
               guerra ninguna.


                   —No recuerdo.

                   Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?

                   —Sí.

                   —Oceanía  ha  estado  siempre  en  guerra  con  Asia  Oriental.  Desde  el
               principio de tu vida, desde el principio del Partido, desde el principio de la
               Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma guerra.
               ¿Lo recuerdas?

                   —Sí.


                   —Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían
               sido condenados a muerte por traición. Pretendías que habías visto un pedazo
               de  papel  que  probaba  su  inocencia.  Ese  recorte  de  papel  nunca  existió.  Lo
               inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo
               inventaste, ¿te acuerdas?

                   —Sí.

                   —Hace  poco  te  puse  ante  los  ojos  los  dedos  de  mi  mano.  Viste  cinco

               dedos. ¿Recuerdas?

                   —Sí.

                   O'Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.

                   —Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos?

                   —Sí.

                   Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto
               volvió  a  ser  todo  normal  y  sintió  de  nuevo  el  antiguo  miedo,  el  odio  y  el
               desconcierto. Pero durante unos instantes —quizá no más de treinta segundos

               — había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O'Brien
               habían  venido  a  llenar  un  hueco  de  su  cerebro  convirtiéndose  en  verdad
               absoluta.  En  esos  instantes  dos  y  dos  podían  haber  sido  lo  mismo  tres  que
               cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O'Brien hubiera dejado
               caer  la  mano,  ya  se  había  desvanecido  la  ilusión.  Sin  embargo,  aunque  no

               podía volver a experimentarla, recordaba aquello como se recuerda una viva
               experiencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido una
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