Page 178 - 1984
P. 178
que esto se debía a la misteriosa identidad entre cuatro y cinco. El dolor
desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo
mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en
todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.
—¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
—No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis... Te
aseguro que no lo sé.
—Esto va mejor —dijo O'Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le
esparció por todo el cuerpo una cálida y beatífica sensación. Casi no se
acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O'Brien. Le
conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente.
Si se hubiera podido mover, le habría tendido una mano. Nunca lo había
querido tanto como en este momento y no sólo por haberle suprimido el dolor.
Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O'Brien
fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O'Brien era una
persona con quien se podía hablar. Quizá no deseara uno tanto ser amado
como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo y
era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto
sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las
palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas nunca, había
desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con
una expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba
ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de conversación corriente.
—¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.
—No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
—¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
—No sé. Días, semanas, meses... creo que meses.
—¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
—Para hacerles confesar.
—No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
—Para castigarlos.
—¡No! —exclamó O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y
su rostro se había puesto de pronto serio y animado a la vez—. ¡No! No te
traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para
qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber,
Winston, que ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin