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que  esto  se  debía  a  la  misteriosa  identidad  entre  cuatro  y  cinco.  El  dolor
               desapareció  de  nuevo.  Cuando  abrió  los  ojos,  halló  que  seguía  viendo  lo
               mismo;  es  decir,  innumerables  dedos  que  se  movían  como  árboles  locos  en
               todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.

                   —¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?

                   —No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis... Te

               aseguro que no lo sé.

                   —Esto va mejor —dijo O'Brien.

                   Le  pusieron  una  inyección  en  el  brazo.  Casi  instantáneamente  se  le
               esparció  por  todo  el  cuerpo  una  cálida  y  beatífica  sensación.  Casi  no  se
               acordaba  de  haber  sufrido.  Abrió  los  ojos  y  miró  agradecido  a  O'Brien.  Le
               conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente.
               Si  se  hubiera  podido  mover,  le  habría  tendido  una  mano.  Nunca  lo  había
               querido tanto como en este momento y no sólo por haberle suprimido el dolor.

               Aquel  antiguo  sentimiento,  aquella  idea  de  que  no  importaba  que  O'Brien
               fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O'Brien era una
               persona  con  quien  se  podía  hablar.  Quizá  no  deseara  uno  tanto  ser  amado
               como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo y
               era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto

               sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las
               palabras  que  lo  explicarían  todo  no  pudieran  ser  pronunciadas  nunca,  había
               desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con
               una  expresión  reveladora  de  que  el  mismo  pensamiento  se  le  estaba
               ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de conversación corriente.

                   —¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.

                   —No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.


                   —¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?

                   —No sé. Días, semanas, meses... creo que meses.

                   —¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?

                   —Para hacerles confesar.

                   —No, no es ésa la razón. Di otra cosa.

                   —Para castigarlos.

                   —¡No! —exclamó O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y
               su rostro se había puesto de pronto serio y animado a la vez—. ¡No! No te
               traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para

               qué  te  hemos  traído?  ¡¡Para  curarte!!  ¡¡Para  volverte  cuerdo!!  Debes  saber,
               Winston,  que  ninguno  de  los  que  traemos  aquí  sale  de  nuestras  manos  sin
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