Page 177 - 1984
P. 177
habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío,
temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas
por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra O'Brien como un
niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la
sensación de que O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra
fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
—Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O'Brien con suavidad.
—No puedo evitarlo —balbuceó Winston—. ¿Cómo puedo evitar ver lo
que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
—Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y
en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es
fácil recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a
inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y le había desaparecido el temblor.
Estaba débil y frío. O'Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la
bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y
ahora, inclinándose sobre Winston, le examinaba los ojos de cerca, le tomaba
el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de reconocimiento.
Luego, mirando a O'Brien, movió la cabeza afirmativamente.
—Otra vez —dijo O'Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar
ya setenta o setenta y cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los
dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único importante era
conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea
de si lloraba o no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O'Brien había
vuelto a bajar la palanca.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de
ver cinco.
—¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
—Verlos de verdad.
—Otra vez —dijo O'Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo
intermitente podía recordar Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus
párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una extraña danza,
entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería
contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y