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deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta

               matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a
               san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta.
               Sin embargo, se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba
               porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y
               no  lo  haría  nunca;  porque  alrededor  de  su  dulce  y  cimbreante  cintura,  que

               parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda
               roja, agresivo símbolo de castidad.

                   El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se
               había  convertido  en  un  auténtico  balido  ovejuno.  Y  su  rostro,  que  había
               llegado  a  ser  el  de  una  oveja,  se  transformó  en  la  cara  de  un  soldado  de
               Eurasia,  el  cual  parecía  avanzar,  enorme  y  terrible,  sobre  los  espectadores

               disparando  atronadoramente  su  fusil  ametralladora.  Enteramente  parecía
               salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se echaban
               hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un
               hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que
               surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra cabellera y sus
               grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa calma y
               tan  grande  que  llenaba  casi  la  pantalla.  Nadie  oía  lo  que  el  gran  camarada

               estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras
               que  suelen  decirse  a  las  tropas  en  cualquier  batalla,  y  que  no  es  preciso
               entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de
               ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran
               Hermano  y  en  su  lugar  aparecieron  los  tres  slogans  del  Partido  en  grandes
               letras:

                   LA GUERRA ES LA PAZ


                   LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

                   LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

                   Pero daba la impresión —por un fenómeno óptico psicológico— de que el
               rostro  del  Gran  Hermano  persistía  en  la  pantalla  durante  algunos  segundos,
               como si el «impacto» que había producido en las retinas de los espectadores
               fuera  demasiado  intenso  para  borrarse  inmediatamente.  La  mujeruca  del
               cabello  color  arena  se  lanzó  hacia  delante,  agarrándose  a  la  silla  de  la  fila

               anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como «¡Mi
               salvador!», extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre
               sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.

                   Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo:
               «¡Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la
               H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de

               pies  desnudos  y  el  batir  de  los  tam-tam.  Este  canturreo  duró  unos  treinta
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