Page 12 - 1984
P. 12
deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de goma hasta
matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a
san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta.
Sin embargo, se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba
porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y
no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que
parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda
roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se
había convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había
llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de
Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre los espectadores
disparando atronadoramente su fusil ametralladora. Enteramente parecía
salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se echaban
hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un
hondo suspiro de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que
surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra cabellera y sus
grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa calma y
tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada
estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras
que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso
entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de
ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran
Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en grandes
letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Pero daba la impresión —por un fenómeno óptico psicológico— de que el
rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos,
como si el «impacto» que había producido en las retinas de los espectadores
fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del
cabello color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila
anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como «¡Mi
salvador!», extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre
sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.
Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo:
«¡Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la
H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de
pies desnudos y el batir de los tam-tam. Este canturreo duró unos treinta