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segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emoción
               colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y majestad del
               Gran  Hermano;  pero,  más  aún,  constituía  aquello  un  procedimiento  de
               autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido
               rítmico. A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos de
               Odio,  no  podía  evitar  que  la  oleada  emotiva  le  arrastrase,  pero  este

               infrahumano  canturreo  —«¡G-H...  G-H...  G-H!»—  siempre  le  llenaba  de
               horror.  Desde  luego,  se  unía  al  coro;  esto  era  obligatorio:  Controlar  los
               verdaderos  sentimientos  y  hacer  lo  mismo  que  hicieran  los  demás  era  una
               reacción  natural.  Pero  durante  un  par  de  segundos,  sus  ojos  podían  haberlo
               delatado. Y fue precisamente en esos instantes cuando ocurrió aquello que a él
               le había parecido significativo... si es que había ocurrido.


                   Momentáneamente,  sorprendió  la  mirada  de  O'Brien.  Éste  se  había
               levantado; se había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su delicado
               y característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, se encontraron
               sus ojos con los de Winston y éste supo —sí, lo supo— que O'Brien pensaba
               lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era
               como  si  sus  dos  mentes  se  hubieran  abierto  y  los  pensamientos  hubieran
               volado de la una a la otra a través de los ojos. «Estoy contigo», parecía estarle

               diciendo  O'Brien.  «Sé  en  qué  estás  pensando.  Conozco  tu  asco,  tu  odio,  tu
               disgusto.  Pero  no  te  preocupes;  ¡estoy  contigo!»  Y  luego  la  fugacísima
               comunicación se había interrumpido y la expresión de O'Brien volvió a ser tan
               inescrutable como la de todos los demás.

                   Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había sucedido efectivamente.
               Tales  incidentes  nunca  tenían  consecuencias  para  Winston.  Lo  único  que
               hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros, además

               de él, eran enemigos del Partido. Quizás, después de todo, resultaran ciertos
               los  rumores  de  extensas  conspiraciones  subterráneas;  quizás  existiera  de
               verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de los continuos arrestos y las
               constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era
               sencillamente  un  mito.  Algunos  días  lo  creía  Winston;  otros,  no.  No  había

               pruebas, sólo destellos que podían significar algo o no significar nada: retazos
               de  conversaciones  oídas  al  pasar,  algunas  palabras  garrapateadas  en  las
               paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos
               movimientos  de  las  manos  que  podían  parecer  señales  de  reconocimiento.
               Pero  todo  ello  eran  suposiciones  que  podían  resultar  totalmente  falsas.
               Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O'Brien. Apenas cruzó
               por  su  mente  la  idea  de  continuar  este  momentáneo  contacto.  Hubiera  sido

               extremadamente  peligroso  incluso  si  hubiera  sabido  él  cómo  entablar  esa
               relación. Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una mirada
               equívoca,  y  eso  era  todo.  Pero  incluso  así,  se  trataba  de  un  acontecimiento
               memorable en el aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.
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