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fabricaba clandestinamente alcohol destilándolo de las patatas. Los cargos de
               confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos, sobre todo a
               los  gánsteres  y  a  los  asesinos  de  toda  clase,  que  constituían  una  especie  de
               aristocracia. En los campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles
               eran realizadas por los presos políticos.

                   En aquella celda había presenciado Winston un constante entrar y salir de
               presos de la más variada condición: traficantes de drogas, ladrones, bandidos,

               gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos de los borrachos
               eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para
               sujetarlos.  Una  horrible  mujer  de  unos  sesenta  años,  con  grandes  pechos
               caídos  y  greñas  de  cabello  blanco  sobre  la  cara,  entró  empujada  por  los
               guardias. Cuatro de estos la sujetaban mientras ella daba patadas y chillaba.

               Tuvieron que quitarle las botas con las que la vieja les castigaba las espinillas
               y la empujaron haciéndola caer sentada sobre las piernas de Winston. El golpe
               fue tan violento que Winston creyó que se le habían partido los huesos de los
               muslos. La mujer les gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de
               perra!». Luego, notando que estaba sentada en las piernas de Winston, se dejó
               resbalar hasta la madera.

                   —Perdona, querido —le dijo—. No me hubiera sentado encima de ti, pero

               esos  matones  me  empujaron.  No  saben  tratar  a  una  dama.  —Se  calló  unos
               momentos  y,  después  de  darse  unos  golpecitos  en  el  pecho,  eructó
               ruidosamente—. Perdona, chico —dijo—. Yo ya no soy yo.

                   Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.

                   —Esto  va  mejor  —dijo,  volviendo  a  apoyar  la  espalda  en  la  pared  y
               cerrando los ojos—. Es lo que yo digo: lo mejor es echarlo fuera mientras esté
               reciente en el estómago.


                   Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito cariño.
               Le  pasó  uno  de  sus  flácidos  brazos  por  los  hombros  y  lo  atrajo  hacia  ella,
               echándole encima un pestilente vaho a cerveza y porquería.

                   —¿Cómo te llamas, cariño? —le dijo.

                   —Smith.

                   —¿Smith? —repitió la mujer—. Tiene gracia. Yo también me llamo Smith.
               Es que —añadió sentimentalmente— yo podía ser tu madre.

                   En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la

               misma edad y el mismo aspecto físico y era probable que la gente cambiara
               algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos forzados.

                   Nadie  más  le  había  hablado.  Era  sorprendente  hasta  qué  punto
               despreciaban los criminales ordinarios a los presos del Partido. Los llamaban,
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