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de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que

               estoy orgulloso de ella, pues lo que hizo demuestra que la he educado muy
               bien.

                   Anduvo  un  poco  más  por  la  celda  mirando  varias  veces,  con  deseo
               contenido, a la taza del retrete. Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.

                   —Perdona, chico —dijo—. No puedo evitarlo. Es por la espera, ¿sabes?

                   Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las

               manos.

                   —¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—. ¡6079 Smith W! Descúbrete
               la cara. En las celdas, nada de taparse la cara.

                   Winston  se  descubrió  el  rostro.  Parsons  usó  el  retrete  ruidosa  y
               abundantemente. Luego resultó que no funcionaba el agua y la celda estuvo
               oliendo espantosamente durante varias horas.

                   Se  llevaron  a  Parsons.  Entraron  y  salieron  más  presos,  misteriosamente.

               Una  mujer  fue  enviada  a  la  «habitación  101»  y  Winston  observó  que  esas
               palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en que, si hubiera
               sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de
               haber entrado por la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la celda
               entre  hombres  y  mujeres.  Todos  estaban  sentados  muy  quietos.  Frente  a
               Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus

               dientes  eran  afilados  y  salientes.  Los  carrillos  le  formaban  bolsones  de  tal
               modo que podía pensarse que almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se
               movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su mirada en cuanto
               tropezaba con la de otra persona.

                   Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un
               escalofrío a Winston. Era un hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o

               un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética. Su delgadez
               era  tan  exagerada  que  la  boca  y  los  ojos  parecían  de  un  tamaño
               desproporcionado  y  en  sus  ojos  se  almacenaba  un  intenso  y  criminal  odio
               contra algo o contra alguien.

                   El  individuo  se  sentó  en  el  banco  a  poca  distancia  de  Winston.  Éste  no
               volvió  a  mirarle,  pero  la  cara  de  calavera  se  le  había  quedado  tan  grabada
               como si la tuviera continuamente frente a sus ojos. De pronto comprendió de

               qué  se  trataba.  Aquel  hombre  se  moría  de  hambre.  Lo  mismo  pareció
               ocurrírseles  casi  a  la  vez  a  cuantos  allí  se  hallaban.  Se  produjo  un  leve
               movimiento  por  todo  el  banco.  El  hombre  de  la  cara  de  ratón  miraba  de
               cuando  en  cuando  al  esquelético  y  desviaba  en  seguida  la  mirada  con  aire
               culpable  para  volverse  a  fijarse  en  él  irresistiblemente  atraído.  Por  fin  se
               levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó en el bolsillo del «mono» y
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