Page 159 - 1984
P. 159

quizá nunca lo sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo
               detuvieron no le habían dado nada de comer.

                   Se  estuvo  lo  más  quieto  que  pudo  en  el  estrecho  banco,  con  las  manos
               cruzadas sobre las rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían
               movimientos  inesperados,  le  chillaban  a  uno  desde  la  telepantalla,  pero  la
               necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le
               apetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su

               «mono»  tenía  unas  cuantas  migas  de  pan.  Incluso  era  posible  —lo  pensó
               porque  de  cuando  en  cuando  algo  le  hacía  cosquillas  en  la  pierna—  que
               tuviera allí guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación
               que el miedo; se metió una mano en el bolsillo.

                   —¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—. ¡6079! ¡Smith W! ¡En
               las celdas, las manos fuera de los bolsillos!


                   Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de
               llevarlo allí lo habían dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser una
               cárcel  corriente  o  un  calabozo  temporal  usado  por  las  patrullas.  No  sabía
               exactamente  cuánto  tiempo  le  habían  tenido  allí;  desde  luego  varias  horas;
               pero  no  había  relojes  ni  luz  natural  y  resultaba  casi  imposible  calcular  el
               tiempo.  Era  un  sitio  ruidoso  y  maloliente.  Lo  habían  dejado  en  una  celda
               parecida  a  esta  en  que  ahora  se  hallaba,  pero  horriblemente  sucia  y

               continuamente  llena  de  gente.  Por  lo  menos  había  a  la  vez  diez  o  quince
               personas, la mayoría de las cuales eran criminales comunes, pero también se
               hallaban  entre  ellos  unos  cuantos  prisioneros  políticos.  Winston  se  había
               sentado  silencioso,  apoyado  contra  la  pared,  encajado  entre  unos  cuerpos
               sucios y demasiado preocupado por el miedo y por el dolor que sentía en el

               vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la asombrosa
               diferencia  de  conducta  entre  los  prisioneros  del  Partido  y  los  otros.  Los
               prisioneros  del  Partido  estaban  siempre  callados  y  llenos  de  terror,  pero  los
               criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban a los guardias, se
               resistían  a  que  les  quitaran  los  objetos  que  llevaban,  escribían  palabras
               obscenas en el suelo, comían descaradamente alimentos robados que sacaban
               de misteriosos escondrijos de entre sus ropas e incluso le respondían a gritos a

               la  telepantalla  cuando  ésta  intentaba  restablecer  el  orden.  Por  otra  parte,
               algunos de ellos parecían hallarse en buenas relaciones con los guardias, los
               llamaban con apodos y trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias
               trataban  a  los  criminales  ordinarios  con  cierta  tolerancia,  aunque,
               naturalmente, tenían que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los
               campos de trabajos forzados adonde los presos esperaban ser enviados. Por lo

               visto, se estaba bien en los campos siempre que se tuvieran ciertos apoyos y se
               conociera  el  tejemaneje.  Había  allí  soborno,  favoritismo  e  inmoralidades  de
               toda  clase,  abundaba  la  homosexualidad  y  la  prostitución  e  incluso  se
   154   155   156   157   158   159   160   161   162   163   164