Page 161 - 1984
P. 161

despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que hubieran
               hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz
               a hablar con nadie y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando
               dos miembros del Partido, ambas mujeres, fueron sentadas juntas en el banco,
               oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas
               precipitadamente  y,  sobre  todo,  la  referencia  a  algo  que  llamaban  la

               «habitación uno-cero-uno». No sabía a qué se podían referir.

                   Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se
               le pasaba, pero se le aliviaba algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un
               poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el dolor, sólo pensaba en
               el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él.
               Había momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a

               hacerle que el corazón le galopaba y se le cortaba la respiración. Sentía los
               porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las pesadas
               botas  claveteadas  de  hierro.  Se  veía  a  sí  mismo  retorciéndose  en  el  suelo,
               pidiendo a gritos misericordia por entre los dientes partidos. Apenas recordaba
               a Julia. No podía concentrar en ella su mente. La amaba y no la traicionaría;
               pero  eso  era  sólo  un  hecho,  conocido  por  él  como  conocía  las  reglas  de
               aritmética.  No  sentía  amor  por  ella  y  ni  siquiera  se  preocupaba  por  lo  que

               pudiera estarle sucediendo a Julia en ese momento. En cambio pensaba con
               más frecuencia en O'Brien con cierta esperanza. O'Brien tenía que saber que lo
               habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus
               miembros. Pero la cuchilla de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá
               pasaran cinco segundos antes de que los guardias pudieran entrar en la celda.
               La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que

               la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba
               a  él,  que  en  aquellos  momentos  se  encogía  ante  el  más  pequeño  dolor.  No
               estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban a dar. Lo
               más  natural  era  seguir  existiendo  momentáneamente,  aceptando  otros  diez
               minutos de vida aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que
               una tortura insoportable.


                   A  veces  procuraba  calcular  el  número  de  mosaicos  de  porcelana  que
               cubrían las paredes de la celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía la
               cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora sería. Llegó a
               estar  seguro  de  que  afuera  hacía  sol  y  poco  después  estaba  igualmente
               convencido de que era noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel lugar
               nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no había oscuridad: y ahora
               sabía por qué O'Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor

               no había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o contra la
               pared  trasera,  podía  estar  diez  pisos  bajo  tierra  o  treinta  sobre  el  nivel  del
               suelo.  Winston  se  fue  trasladando  mentalmente  de  sitio  y  trataba  de
               comprender,  por  la  sensación  vaga  de  su  cuerpo,  si  estaba  colgado  a  gran
   156   157   158   159   160   161   162   163   164   165   166