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despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que hubieran
hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz
a hablar con nadie y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando
dos miembros del Partido, ambas mujeres, fueron sentadas juntas en el banco,
oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas
precipitadamente y, sobre todo, la referencia a algo que llamaban la
«habitación uno-cero-uno». No sabía a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se
le pasaba, pero se le aliviaba algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un
poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el dolor, sólo pensaba en
el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él.
Había momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a
hacerle que el corazón le galopaba y se le cortaba la respiración. Sentía los
porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las pesadas
botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo retorciéndose en el suelo,
pidiendo a gritos misericordia por entre los dientes partidos. Apenas recordaba
a Julia. No podía concentrar en ella su mente. La amaba y no la traicionaría;
pero eso era sólo un hecho, conocido por él como conocía las reglas de
aritmética. No sentía amor por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que
pudiera estarle sucediendo a Julia en ese momento. En cambio pensaba con
más frecuencia en O'Brien con cierta esperanza. O'Brien tenía que saber que lo
habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus
miembros. Pero la cuchilla de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá
pasaran cinco segundos antes de que los guardias pudieran entrar en la celda.
La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que
la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba
a él, que en aquellos momentos se encogía ante el más pequeño dolor. No
estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban a dar. Lo
más natural era seguir existiendo momentáneamente, aceptando otros diez
minutos de vida aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que
una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que
cubrían las paredes de la celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía la
cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora sería. Llegó a
estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igualmente
convencido de que era noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel lugar
nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no había oscuridad: y ahora
sabía por qué O'Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor
no había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o contra la
pared trasera, podía estar diez pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del
suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba de
comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran