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adquirir  su  cara  un  color  amarillo  lechoso.  La  mancha  del  colorete  en  las
               mejillas se destacaba violentamente como si fueran parches sobre la piel.

                   —Vosotros sois los muertos —repitió la voz de hierro.

                   —Ha sido detrás del cuadro —murmuró Julia.

                   —Ha  sido  detrás  del  cuadro  —repitió  la  voz—.  Quedaos  exactamente
               donde estáis. No hagáis ningún movimiento hasta que se os ordene.

                   ¡Por  fin,  aquello  había  empezado!  Nada  podían  hacer  sino  mirarse

               fijamente. Ni siquiera se les ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que
               fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que la voz de
               hierro  procedente  del  muro  pudiera  ser  desobedecida.  Se  oyó  un  chasquido
               como si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había
               caído al suelo descubriendo la telepantalla que ocultaba.

                   —Ahora pueden vernos —dijo Julia.

                   —Ahora podemos veros —dijo la voz—. Permaneced en el centro de la

               habitación. Espalda contra espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la
               cabeza. No os toquéis el uno al otro.

                   Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del
               cuerpo de Julia. O quizá no fuera más que su propio temblor. Podía evitar que
               los  dientes  le  castañetearan,  pero  no  podía  controlar  las  rodillas.  Se  oyeron
               unos pasos de pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El patio
               parecía estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer

               dejó  de  cantar  súbitamente.  Se  produjo  un  resonante  ruido,  como  si  algo
               rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego, varios
               gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.

                   —La casa está rodeada —dijo Winston.

                   —La casa está rodeada —dijo la voz.

                   Winston oyó que Julia le decía:


                   —Supongo que podremos decirnos adiós.

                   —Podéis  deciros  adiós  —dijo  la  voz.  Y  luego,  otra  voz  por  completo
               distinta, una voz fina y culta que Winston creía haber oído alguna vez, dijo:

                   —Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraros mientras
               os acostáis, aquí tenéis un hacha para cortaros la cabeza.

                   Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco
               de la ventana, que había sido derribado por la escalera de mano que habían

               apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente. Pronto se llenó
               la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes y
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