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centenares  o  millares  de  millones  de  personas  como  aquélla,  personas  que

               ignoraban  mutuamente  sus  existencias,  separadas  por  muros  de  odio  y
               mentiras,  y  sin  embargo  casi  exactamente  iguales;  gentes  que  nunca  habían
               aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y
               en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si
               había  alguna  esperanza,  radicaba  en  los  proles!  Sin  haber  leído  el  final  del

               libro, sabía Winston que ese tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El
               futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de que cuando llegara
               el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le resultaría tan
               extraño a él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí,
               porque por lo menos sería un mundo de cordura. Donde hay igualdad puede
               haber  sensatez.  Antes  o  después  ocurriría  esto,  la  fuerza  almacenada  se
               transmutaría  en  consciencia.  Los  proles  eran  inmortales,  no  cabía  dudarlo

               cuando se miraba aquella heroica figura del patio. Al final se despertarían. Y
               hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de
               todos  los  obstáculos  como  los  pájaros,  pasándose  de  cuerpo  a  cuerpo  la
               vitalidad que el Partido no poseía y que éste nunca podría aniquilar.

                   —¿Te acuerdas —le dijo a Julia— de aquel pájaro que cantó para nosotros,
               el primer día en que estuvimos juntos en el lindero del bosque?


                   —No cantaba para nosotros —respondió ella—. Cantaba para distraerse,
               porque le gustaba. Tampoco; sencillamente, estaba cantando.

                   Los  pájaros  cantaban;  los  proles  cantaban  también,  pero  el  Partido  no
               cantaba. Por todo el mundo, en Londres y en Nueva York, en África y en el
               Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras, en las calles
               de París y Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares

               de China y del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable,
               el  mismo  cuerpo  deformado  por  el  trabajo  y  por  los  partos,  en  lucha
               permanente  desde  el  nacer  al  morir,  y  que  sin  embargo  cantaba.  De  esas
               poderosas  entrañas  nacería  antes  o  después  una  raza  de  seres  conscientes.
               «Nosotros somos los muertos; el futuro es de ellos», pensó Winston. Pero era
               posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como ellos, los
               proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos

               a otros la doctrina secreta de que dos y dos son cuatro.

                   —Nosotros somos los muertos —dijo Winston.

                   —Nosotros somos los muertos —repitió Julia con obediencia escolar.

                   —Vosotros sois los muertos —dijo una voz de hierro tras ellos.

                   Winston  y  Julia  se  separaron  con  un  violento  sobresalto.  A  Winston
               parecían habérsele helado las entrañas y, mirando a Julia, observó que se le
               habían  abierto  los  ojos  desmesuradamente  y  que  había  empalidecido  hasta
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