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altura o enterrado a gran profundidad.


                   Afuera  se  oía  ruido  de  pesados  pasos.  La  puerta  de  acero  se  abrió  con
               estrépito.  Entró  un  joven  oficial,  con  impecable  uniforme  negro,  una  figura
               que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo pálido y severo
               rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y
               volvió a salir para ordenar a los guardias que esperaban afuera que hiciesen
               entrar  al  preso  que  traían.  El  poeta  Ampleforth  entró  dando  tumbos  en  la

               celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.

                   Ampleforth  hizo  dos  o  tres  movimientos  inseguros  como  buscando  una
               salida y luego empezó a pasear arriba y abajo por la celda. Todavía no se había
               dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos miraban la pared un
               metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por
               los agujeros de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba varios días
               sin afeitarse y la incipiente barba le daba un aire rufianesco que no le iba bien

               a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.

                   Winston  salió  un  poco  de  su  letargo.  Tenía  que  hablarle  a  Ampleforth
               aunque se expusiera al chillido de la telepantalla. Probablemente, Ampleforth
               era el que le traía la hoja de afeitar.

                   —Ampleforth.

                   La  telepantalla  no  dijo  nada.  Ampleforth  se  detuvo,  sobresaltado.  Su

               mirada se concentró unos momentos sobre Winston.

                   —¡Ah, Smith! —dijo—. ¡También tú!

                   —¿De qué te acusan?

                   —Para  decirte  la  verdad...  —sentóse  embarazosamente  en  el  banco  de
               enfrente a Winston—. Sólo hay un delito, ¿verdad?

                   —¿Y tú lo has cometido?

                   —Por lo visto.


                   Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en un
               esfuerzo por recordar algo.

                   —Estas cosas suelen ocurrir —empezó vagamente—. A fuerza de pensar
               en ello, se me ha ocurrido que pudiera ser... fue desde luego una indiscreción,
               lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de los poemas de
               Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! —añadió
               casi  con  indignación,  levantando  la  cara  para  mirar  a  Winston—.  Era

               imposible  cambiar  ese  verso.  God  (Dios)  tenía  que  rimar  con  rod.  ¿Te  das
               cuenta  de  que  sólo  hay  doce  rimas  para  rod  en  nuestro  idioma?  Durante
               muchos días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra
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