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habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los
               fragmentos del pisapapeles de cristal.

                   —Recoged  esos  pedazos  —dijo  con  tono  severo.  Un  hombre  se  agachó
               para recogerlos.

                   Charrington  no  hablaba  ya  con  acento  cockney.  Winston  comprendió  en
               seguida que aquélla era la voz que él había oído poco antes en la telepantalla.

               Charrington  llevaba  todavía  su  chaqueta  de  terciopelo,  pero  el  cabello,  que
               antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya
               gafas. Miró a Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le interesase
               comprobar  su  identidad  y  no  le  prestó  más  atención.  Se  le  reconocía
               fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo
               y  parecía  haber  crecido.  En  el  rostro  sólo  se  le  notaban  cambios  muy
               pequeños,  pero  que  sin  embargo  lo  transformaban  por  completo.  Las  cejas

               negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones le habían
               cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta. Era el rostro alerta y
               frío  de  un  hombre  de  unos  treinta  y  cinco  años.  Pensó  Winston  que  por
               primera  vez  en  su  vida  contemplaba,  sabiendo  que  era  uno  de  ellos,  a  un
               miembro de la Policía del Pensamiento.

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                                                PARTE TERCERA




                                                    CAPÍTULO I



                   No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no

               había manera de comprobarlo.

                   Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de
               reluciente porcelana blanca. Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz
               y  había  un  sonido  bajo  y  constante,  un  zumbido  que  Winston  suponía
               relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie
               de estante a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo
               por la puerta y, en el extremo opuesto, por un retrete sin asiento de madera.

               Había cuatro telepantallas, una en cada pared.

                   Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo
               encerraron  en  el  camión  para  llevarlo  allí.  Pero  también  tenía  hambre,  un
               hambre  roedora,  anormal.  Aunque  estaba  justificada,  porque  por  lo  menos
               hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía,
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