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Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa,
sino sólo de pena. Empezó a andar de un lado a otro con movimientos
mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando los puños.
Tenía los ojos muy abiertos.
—¿De qué te acusan? —le preguntó Winston.
—Crimental —dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que
reconocía plenamente su culpa y, a la vez, un horror incrédulo de que esa
palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a Winston y
le preguntó con angustia—. ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan a
uno cuando no ha hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido
pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan a uno con todas las
garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de
servicios. También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inteligente,
pero siempre he tenido la mejor voluntad. He procurado servir lo mejor
posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O quizá
diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos
forzados. Creo que no me fusilarán por una pequeña y única equivocación.
—¿Eres culpable de algo? —dijo Winston.
—¡Claro que soy culpable! —exclamó Parsons mirando servilmente a la
telepantalla—. ¿No creerás que el Partido puede detener a un hombre
inocente? —Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica
—. El crimen del pensamiento es una cosa horrible —dijo sentenciosamente
—. Es una insidia que se apodera de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo
me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado la vida
trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya
ves, resulta que tenía un mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin
saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo que me oyeron
decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar
unas palabras obscenas.
—¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias
veces. Entre nosotros, chico, te confesaré que me alegró que me detuvieran
antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles cuando me
lleven ante el tribunal? «Gracias» —les diré—, «gracias por haberme salvado
antes de que fuera demasiado tarde».
—¿Quién te denunció? —dijo Winston.
—Fue mi niña —dijo Parsons con cierto orgullo dolido—. Estaba
escuchando por el agujero de la cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a la
patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una niña