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rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos
momentos pareció satisfecho. Era una especie de calor intelectual que lo
animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato inútil.
—¿Has pensado alguna vez —dijo— que toda la historia de la poesía
inglesa ha sido determinada por el hecho de que en el idioma inglés escasean
las rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en
aquellas circunstancias fuera un asunto muy interesante.
—¿Sabes si es ahora de día o de noche? —le preguntó. Ampleforth se
sobresaltó de nuevo:
—No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. —Su
mirada recorrió las paredes como si esperase encontrar una ventana—. Aquí
no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón
aparente, un alarido de la telepantalla los mandó callar. Winston se inmovilizó
como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado grande para
acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervioso.
Unos ladridos de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el
tiempo. Veinte minutos, quizás una hora... Era imposible saberlo. Una vez más
se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto, muy
pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos
significaría que le había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un
rápido movimiento de la mano señaló a Ampleforth.
—Habitación uno-cero-uno —dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas,
pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle
atrozmente el estómago. Su mente daba vueltas por el mismo camino. Tenía
sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan; la sangre y los
gritos; O'Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas;
se acercaban las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un
intenso olor a sudor frío. Parsons entró en la celda. Vestía sus shorts caquis y
una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
—¡Tú aquí! —exclamó.