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altas porras en las manos.

                   Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una
               cosa: estarse inmóvil y no darles motivo para que le golpearan. Un individuo
               con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era sólo una raya, se detuvo
               frente  a  él,  balanceando  la  porra  entre  los  dedos  pulgar  e  índice  mientras
               parecía meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación
               de hallarse desnudo, con las manos detrás de la cabeza. El hombre sacó un

               poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde debía haber
               tenido  los  labios.  Dejó  de  prestarle  atención  a  Winston.  Hubo  otro  ruido
               violento.  Alguien  había  cogido  el  pisapapeles  de  cristal  y  lo  había  arrojado
               contra el hogar de la chimenea, donde se había hecho trizas.

                   El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los
               que  adornan  algunas  tartas,  rodó  por  la  estera.  «¡Qué  pequeño  es!»,  pensó
               Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación contenida,

               a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al
               suelo. Uno de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del
               estómago, haciéndola doblarse como un metro de bolsillo. La joven se retorcía
               en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió a volver la cabeza
               ni  un  milímetro,  pero  a  veces  entraba  en  su  radio  de  visión  la  lívida  y

               angustiada cara de Julia. A pesar del terror que sentía, era como si el dolor que
               hacía  retorcerse  a  la  joven  lo  tuviera  él  dentro  de  su  cuerpo,  aquel  dolor
               espantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver a
               respirar.  Winston  sabía  de  qué  se  trataba:  conocía  el  terrible  dolor  que  ni
               siquiera  puede  ser  sentido  porque  antes  que  nada  es  necesario  volver  a
               respirar.  Entonces,  dos  de  los  hombres  la  levantaron  por  las  rodillas  y  los
               hombros y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la

               cara  amarilla,  y  contorsionada,  con  los  ojos  cerrados  y  sin  haber  perdido
               todavía el colorete de las mejillas.

                   Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a
               la mente pensamientos de muy poco interés en aquel momento, pero que no
               podía  evitar.  Se  preguntó  qué  habría  sido  del  señor  Charrington  y  qué  le
               habrían  hecho  a  la  mujer  del  patio.  Sintió  urgentes  deseos  de  orinar  y  se

               sorprendió de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj dé
               la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es decir, las veintiuna, pero por la
               luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna de
               una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado de
               hora.  Quizás  habían  creído  que  eran  las  veinte  y  treinta  cuando  fueran  en
               realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero no siguió pensando en

               ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en el
               pasillo.  El  señor  Charrington  entró  en  la  habitación.  Los  hombres  de  los
               uniformes  negros  adoptaron  en  seguida  una  actitud  más  sumisa.  También
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