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dicen que siempre se olvida,

                   pero las sonrisas y lágrimas

                   a lo largo de los años

                   me retuercen el corazón.

                   Mientras  se  apretaba  el  cinturón  del  «mono»,  Winston  se  asomó  a  la
               ventana.  El  sol  debía  de  haberse  ocultado  detrás  de  las  casas  porque  ya  no
               daba  en  el  patio.  El  cielo  estaba  tan  azul,  entre  las  chimeneas,  que  parecía

               recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las
               cuerdas,  cantando  y  callándose  y  no  dejaba  de  colgar  pañales.  Se  preguntó
               Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio de vida, o si era la esclava
               de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados
               el ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando
               el  tendedero  con  sus  fuertes  brazos,  o  al  agacharse  sacando  sus  poderosas
               ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer. Nunca se le

               había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta
               adquirir  dimensiones  monstruosas  a  causa  de  los  partos  y  endurecido,
               embastecido  por  el  trabajo,  pudiera  ser  un  hermoso  cuerpo.  Pero  así  era,  y
               después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque
               de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo

               de una muchacha que un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser
               inferior el fruto a la flor?

                   —Es hermosa —murmuró.

                   —Por lo menos tiene un metro de caderas —dijo Julia.

                   —Es su estilo de belleza.

                   Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó
               sobre  su  costado.  Nunca  podrían  permitírselo.  La  mujer  de  abajo  no  se
               preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y

               un  vientre  fértil.  Se  preguntó  Winston  cuántos  hijos  habría  tenido.
               Seguramente  unos  quince.  Habría  florecido  momentáneamente  —quizá
               durante un año— y luego se había hinchado como una fruta fertilizada y se
               había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a
               lavar,  fregar,  remendar,  guisar,  barrer,  sacar  brillo,  primero  para  sus  hijos  y
               luego  para  sus  nietos  durante  una  continuidad  de  treinta  años.  Y  al  final

               todavía  cantaba.  La  reverencia  mística  que  Winston  sentía  hacia  ella  tenía
               cierta  relación  con  el  aspecto  del  pálido  y  limpio  cielo  que  se  extendía  por
               entre las chimeneas y los tejados en una distancia infinita. Era curioso pensar
               que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes de
               Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes
               que  vivían  bajo  ese  mismo  cielo  eran  muy  parecidas  en  todas  partes,
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