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le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían servido para

               sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas
               páginas tenía una mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría,
               incluso en minoría de uno solo, no significaba estar loco. Había la verdad y lo
               que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo
               entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol poniente entraba por la

               ventana y se aplastaba sobre la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus
               ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le daba una sensación
               de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba completamente
               seguro  allí.  Se  durmió  con  el  pensamiento  «la  cordura  no  depende  de  las
               estadísticas»,  convencido  de  que  esta  observación  contenía  una  sabiduría
               profunda.






                                                    CAPÍTULO X




                   Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una
               mirada  al  antiguo  reloj  le  dijo  que  eran  sólo  las  veinte  y  treinta.  Siguió
               adormilado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del patio:

                   Era sólo una ilusión sin esperanza

                   Que pasó como un día de abril,


                   pero aquella mirada, aquella palabra

                   y los ensueños que despertaron

                   me robaron el corazón.

                   Esta  canción  conservaba  su  popularidad.  Se  oía  por  todas  partes.  Había
               sobrevivido  a  la  Canción  del  Odio.  Julia  se  despertó  al  oírla,  se  estiró  con
               lujuria y se levantó.

                   —Tengo hambre —dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba! La
               estufa se ha apagado y el agua está fría. —Cogió la estufa y la sacudió—. No

               tiene ya gasolina.

                   —Supongo  que  el  viejo  Charrington  podrá  dejarnos  alguna  —dijo
               Winston.

                   —Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena —añadió
               ella—. Parece que se ha enfriado.

                   Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:


                   Dicen que el tiempo lo cura todo,
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