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vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distintivo de
los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón.
Sistemáticamente socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama
a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar.
Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un
gran descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El Ministerio de la
Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el
Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del
hambre. Estas contradicciones no son accidentales, no resultan de la
hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante la
reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando
indefinidamente. Si no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha
de ser evitada para siempre, si los Altos, como los hemos llamado, han de
conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el
estado mental predominante sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber:
¿por qué debe ser evitada la igualdad humana? Suponiendo que la mecánica
de este proceso haya quedado aquí claramente descrita, debemos
preguntarnos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo
planeado para congelar la historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del
Partido, y sobre todo la del Partido Interior, depende del doblepensar. Pero a
más profundidad aún, se halla el motivo original, el instinto nunca puesto en
duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y
que produjo el doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y
todos los demás elementos que se han hecho necesarios para el sostenimiento
del Poder. Este motivo consiste realmente en...
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un
nuevo ruido. Le parecía que Julia había estado completamente inmóvil desde
hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba, con su
mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su
seno subía y bajaba poco a poco y con regularidad.
—Julia.
No hubo respuesta.
—Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el
suelo, se echó y estiró la colcha sobre los dos.
—Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto.
Entendía el cómo; no entendía el porqué. El capítulo I, como el capítulo III, no