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capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el
curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se
anquilosaron o por haberse reblandecido excesivamente. O bien se hacían
estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, y
eran vencidas, o bien se volvían liberales y cobardes, haciendo concesiones
cuando debieron usar la fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir,
cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia. El gran éxito del
Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la
consciencia como la inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna
otra base intelectual podría servirle al Partido para asegurar su
permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es
imprescindible que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del
gobierno infalible consiste en combinar la creencia en la propia infalibilidad
con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son
aquellos que lo inventaron y que saben perfectamente que este sistema es la
mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad, aquellos que
saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de ver
al mundo como realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor
autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos cuerdos. Un claro
ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida
que subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es más
racional son los súbditos de los territorios disputados. Para estas gentes, la
guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por encima de ellos
con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente cuál de los
bandos va a ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo que seguirán
haciendo el mismo trabajo que antes, pero sometidos a nuevos amos que los
tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más favorecidos,
a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo intermitente de que
hay guerra. Cuando es necesario se les inculca el frenesí de odio y miedo,
pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar durante largos períodos
que existe una guerra. Y en las filas del Partido —sobre todo en las del
Partido Interior— hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la
conquista del mundo los que saben que es imposible. Esta peculiar trabazón
de elementos opuestos —conocimiento con ignorancia, cinismo con fanatismo
— es una de las características distintivas de la sociedad oceánica. La
ideología oficial abunda en contradicciones incluso cuando no hay razón
alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vivifica todos los principios
que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa
condenación precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de
las clases trabajadoras. Un desprecio al que nunca se había llegado, y a la