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sino  cualquier  pequeña  excentricidad,  cualquier  cambio  de  costumbres,

               cualquier gesto nervioso que pueda ser el síntoma de una lucha interna, será
               estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad
               para  decidirse  por  una  dirección  determinada;  no  puede  elegir  en  modo
               alguno. Por otra parte, sus actos no están regulados por ninguna ley ni por un
               código de conducta claramente formulado. En Oceanía no existen leyes. Los

               pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura,
               no  están  prohibidos  expresamente  y  las  interminables  purgas,  torturas,
               detenciones y vaporizaciones no se le aplican al individuo como castigo por
               crímenes  que  haya  cometido,  sino  que  son  sencillamente  el  barrido  de
               personas que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo
               se le exige al miembro del Partido que tenga las opiniones que se consideran
               buenas,  sino  también  los  instintos  ortodoxos.  Muchas  de  las  creencias  y

               actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no
               podrían  ser  proclamadas  sin  incurrir  en  flagrantes  contradicciones  con  los
               principios mismos del Ingsoc. Si una persona es ortodoxa por naturaleza (en
               neolengua  se  le  llama  piensabien)  sabrá  en  cualquier  circunstancia,  sin
               detenerse  a  pensarlo,  cuál  es  la  creencia  acertada  o  la  emoción  deseable.

               Pero en todo caso, un enfrentamiento mental complicado, que comienza en la
               infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas paracrimen,
               negroblanco  y  doblepensar,  le  convierte  en  un  ser  incapaz  de  pensar
               demasiado sobre cualquier tema.

                   Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y
               que su entusiasmo no se enfríe en ningún momento. Se supone que vive en un
               continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y los traidores de su

               propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad
               y  entrega  ante  el  poder  y  la  sabiduría  del  Partido.  Los  descontentos
               producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria son suprimidos de raíz
               mediante  la  vibración  emocional  de  los  Dos  Minutos  de  Odio,  y  las
               especulaciones que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son
               aplastadas en sus comienzos o, mejor dicho, antes de asomar a la consciencia,
               mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La primera etapa de

               esta  disciplina,  que  puede  ser  enseñada  incluso  a  los  niños,  se  llama  en
               neolengua paracrimen. Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en
               seco,  de  un  modo  casi  instintivo,  todo  pensamiento  peligroso  que  pretenda
               salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de
               no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos

               más  sencillos  si  son  contrarios  a  los  principios  del  Ingsoc  y  de  sentirse
               fastidiado  e  incluso  asqueado  por  todo  pensamiento  orientado  en  una
               dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no
               basta  con  la  estupidez.  Por  el  contrario,  la  ortodoxia  en  su  más  completo
               sentido exige un control sobre nuestros procesos mentales, un autodominio tan
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