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más capaces, estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación
completamente nueva de entre las filas del proletariado. En los años
cruciales, el hecho de que el Partido no fuera un cuerpo hereditario
contribuyó muchísimo a neutralizar la oposición. El socialista de la vieja
escuela, acostumbrado a luchar contra algo que se llamaba «privilegios de
clase», daba por cierto que todo lo que no es hereditario no puede ser
permanente. No comprendía que la continuidad de una oligarquía no necesita
ser física ni se paraba a pensar que las aristocracias hereditarias han sido
siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas en la adopción
han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la regla oligárquica no
es la herencia de padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de
ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto por los muertos a los
vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrar a sus
sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de
perpetuarse a sí mismo. No importa quién detenta el Poder con tal de que la
estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales
que caracterizan a nuestro tiempo sirven para sostener la mística del Partido
y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida por la masa. La
rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es
posible en nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados
aparte, continuarán, de generación en generación y de siglo en siglo,
trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse,
sino sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que
es. Sólo podrían convertirse en peligrosos si el progreso de la técnica
industrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad militar y
comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular
declina continuamente. Las opiniones que tenga o no tenga la masa se
consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les puede conceder
la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno.
En cambio, a un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más
pequeña desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte,
vigilado por la Policía del Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede
tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera que esté,
dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama,
puede ser inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo
inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del
Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus
hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las palabras que
murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su cuerpo,
son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta,