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tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en
               difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz
               tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que
               atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado y
               perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus acusaciones no se
               tenían  de  pie,  y  sin  embargo,  lo  bastante  plausible  para  que  pudiera  uno

               alarmarse  y  no  fueran  a  dejarse  influir  por  insidias  algunas  personas
               ignorantes.  Insultaba  al  Gran  Hermano,  acusaba  al  Partido  de  ejercer  una
               dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba
               por  la  libertad  de  palabra,  la  libertad  de  Prensa,  la  libertad  de  reunión  y  la
               libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido
               traicionada.  Y  todo  esto  a  una  rapidez  asombrosa  que  era  una  especie  de
               parodia  del  estilo  habitual  de  los  oradores  del  Partido  e  incluso  utilizando

               palabras  de  neolengua,  quizás  con  más  palabras  neolingüísticas  de  las  que
               solían  emplear  los  miembros  del  Partido  en  la  vida  corriente.  Y  mientras
               gritaba,  por  detrás  de  él  desfilaban  interminables  columnas  del  ejército  de
               Eurasia, para que nadie interpretase como simple palabrería la oculta maldad
               de  las  frases  de  Goldstein.  Aparecían  en  la  pantalla  filas  y  más  filas  de

               forzudos  soldados,  con  impasibles  rostros  asiáticos;  se  acercaban  a  primer
               término  y  desaparecían.  El  sordo  y  rítmico  clap-clap  de  las  botas  militares
               formaba el contrapunto de la hiriente voz de Goldstein.

                   Antes  de  que  el  Odio  hubiera  durado  treinta  segundos,  la  mitad  de  los
               espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y
               ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus
               espaldas, era demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además,

               sólo  con  ver  a  Goldstein  o  pensar  en  él  surgían  el  miedo  y  la  ira
               automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que
               Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas
               potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de
               ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a
               pesar de que apenas pasaba día y cada día ocurría esto mil veces sin que sus
               teorías  fueran  refutadas,  aplastadas,  ridiculizadas,  en  la  telepantalla,  en  las

               tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su
               influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a
               dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores
               que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del
               Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la

               sombra,  una  subterránea  red  de  conspiradores  que  se  proponían  derribar  al
               Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también
               se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del
               cual  era  autor  Goldstein  y  que  circulaba  clandestinamente.  Era  un  libro  sin
               título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero de estas
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