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el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban
               haciendo y se dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta
               última diferencia era esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las
               tiranías  del  pasado  fueron  débiles  e  ineficaces.  Los  grupos  gobernantes  se
               hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les
               importaba dejar cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los

               actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar.
               En  parte,  esto  se  debe  a  que  en  el  pasado  ningún  Estado  tenía  el  poder
               necesario  para  someter  a  todos  sus  ciudadanos  a  una  vigilancia  constante.
               Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión
               pública,  y  el  cine  y  la  radio  contribuyeron  en  gran  escala  a  acentuar  este
               proceso.  Con  el  desarrollo  de  la  televisión  y  el  adelanto  técnico  que  hizo
               posible recibir y transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la

               vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciudadanos
               que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos,
               podían  ser  tenidos  durante  las  veinticuatro  horas  del  día  bajo  la  constante
               observación  de  la  policía  y  rodeados  sin  cesar  por  la  propaganda  oficial,
               mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.

                   Por  primera  vez  en  la  Historia  existía  la  posibilidad  de  forzar  a  los

               gobernados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado, sino
               a la completa uniformidad de opinión.

                   Después  del  período  revolucionario  entre  los  años  cincuenta  y  tantos  y
               setenta,  la  sociedad  volvió  a  agruparse  como  siempre,  en  Altos,  Medios  y
               Bajos.  Pero  el  nuevo  grupo  de  Altos,  a  diferencia  de  sus  predecesores,  no
               actuaba  ya  por  instinto,  sino  que  sabía  lo  que  necesitaba  hacer  para
               salvaguardar  su  posición.  Los  privilegiados  se  habían  dado  cuenta  desde

               hacía  bastante  tiempo  de  que  la  base  más  segura  para  la  oligarquía  es  el
               colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando
               se poseen conjuntamente. La llamada «abolición de la propiedad privada»,
               que  ocurrió  a  mediados  de  este  siglo,  quería  decir  que  la  propiedad  iba  a
               concentrarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero

               con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de
               una masa de individuos. Individualmente, ningún miembro del Partido posee
               nada,  excepto  insignificantes  objetos  de  uso  personal.  Colectivamente,  el
               Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y
               dispone de los productos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a
               la Revolución pudo ese grupo tomar el mando sin encontrar apenas oposición
               porque  todo  el  proceso  fue  presentado  como  un  acto  de  colectivización.

               Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el
               socialismo  se  impondría,  y  era  un  hecho  que  los  capitalistas  habían  sido
               expropiados.  Las  fábricas,  las  minas,  las  tierras,  las  casas,  los  medios  de
               transporte,  todo  se  les  había  quitado,  y  como  todo  ello  dejaba  de  ser
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