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habían  de  especializarse  de  modo  que  favorecían  inevitablemente  a  unos

               individuos sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de clase ni las
               grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase no sólo
               habían  sido  inevitables,  sino  deseables.  La  desigualdad  era  el  precio  de  la
               civilización. Sin embargo, el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto.
               Aunque  fuera  aún  necesario  que  los  seres  humanos  realizaran  diferentes

               clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales
               o económicos. Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que
               estaban a punto de apoderarse del mando, no era ya la igualdad humana un
               ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser evitado. En
               épocas  más  antiguas,  cuando  una  sociedad  justa  y  pacífica  no  era  posible,
               resultaba muy fácil creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los
               hombres  vivirían  como  hermanos,  sin  leyes  y  sin  trabajo  agotador,  estuvo

               obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión
               tuvo  una  cierta  importancia  incluso  entre  los  grupos  que  de  hecho  se
               aprovecharon  de  cada  cambio  histórico.  Los  herederos  de  la  Revolución
               francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en sus frases sobre
               los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e

               incluso  se  dejaron  influir  en  su  conducta  por  algunas  de  ellas  hasta  cierto
               punto.  Pero  hacia  la  década  cuarta  del  siglo  XX  todas  las  corrientes  de
               pensamiento  político  eran  autoritarias.  Pero  ese  paraíso  terrenal  quedó
               desacreditado  precisamente  cuando  podía  haber  sido  realizado,  y  en  el
               segundo cuarto del siglo XX volvieron a ponerse en práctica procedimientos
               que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin proceso, empleo
               de  los  prisioneros  de  guerra  como  esclavos,  ejecuciones  públicas,  tortura

               para  extraer  confesiones,  uso  de  rehenes  y  deportación  de  poblaciones  en
               masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos considerados
               como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la
               jerarquía y la regimentación.

                   Después  de  una  década  de  guerras  nacionales,  guerras  civiles,
               revoluciones  y  contrarrevoluciones  en  todas  partes  del  mundo,  surgieron  el
               Ingsoc y sus rivales cómo teorías políticas inconmovibles. Pero ya las habían

               anunciado  los  varios  sistemas,  generalmente  llamados  totalitarios,  que
               aparecieron durante el segundo cuarto de siglo y se veía claramente el perfil
               que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia estaba formada en
               su  mayoría  por  burócratas,  hombres  de  ciencia,  técnicos,  organizadores
               sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y

               políticos  profesionales.  Esta  gente,  cuyo  origen  estaba  en  la  clase  media
               asalariada  y  en  la  capa  superior  de  la  clase  obrera,  había  sido  formada  y
               agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno
               centralizado.  Comparados  con  los  miembros  de  las  clases  dirigentes  en  el
               pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más
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