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que la derrota significaba la pérdida de la independencia o cualquier otro
resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para evitar la
derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en
filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco,
cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cuatro. Las
naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha
por una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había
que aprender del pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido
en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran parciales,
naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se
realiza. La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las clases
gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder,
absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera
podía ser ganada o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque
desaparece toda necesidad militar. El progreso técnico puede cesar y los
hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas sin
importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como
cada uno de los tres superestados es inconquistable, cada uno de ellos es, por
tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser practicada con toda
tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión
sobre las necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber,
de vestirse y tener un techo, de no beber venenos ni caerse de las ventanas,
etc... Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico, sigue
habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el
mundo exterior y con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre
en el espacio interestelar, que no tiene manera de saber por dónde se va hacia
arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son
absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a
evitar que sus gentes se mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de
mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus rivales. Pero, una
vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la
forma que se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una
impostura. Se podría comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos
cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es
una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de
bienes y ayuda a conservar la atmósfera mental imprescindible para una
sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política
interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque
reconocieran sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en
lo posible la destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra