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estos últimos poseen una ventaja similar en comparación con las masas
sumergidas, a las que llamamos «los proles». La atmósfera social es la de una
ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la
diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se
está en guerra, y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a
una reducida casta parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la
efectúa de un modo aceptable psicológicamente. En principio, sería muy
sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y pirámides,
abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas
cantidades de bienes y prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base
económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa
no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen
absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que
hasta el más humilde de los miembros del Partido sea competente, laborioso e
incluso inteligente —siempre dentro de límites reducidos, claro está—, pero
siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que
prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una continua sensación orgiástica
de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la
mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya
que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien
o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La desintegración
de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se
logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se
nota con más relieve a medida que subimos en la escala jerárquica.
Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al
enemigo son más intensos. Para ejercer bien sus funciones administrativas, se
ve obligado con frecuencia el miembro del Partido Interior a saber que esta o
aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas veces que una
pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines completamente
distintos a los declarados. Pero ese conocimiento queda neutralizado
fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que ningún miembro
del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la
guerra es una realidad y que terminará victoriosamente con el dominio
indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen en esta futura victoria total
como en un artículo de fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la
adquisición de más territorios sobre los que se basará una aplastante
preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta.
Continúa sin cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las
poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida la inventiva y
las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia —en su