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futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para todo —un
reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea
blancura— era el ideal de casi todas las personas cultas. La ciencia y la
tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y parecía natural que
este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el
perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento causado por una larga
serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso científico y
técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir
en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy
más primitivo que hace cincuenta años. Algunas zonas secundarias han
progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos, ligados siempre a
la guerra y al espionaje policíaco, pero los experimentos científicos y los
inventos no han seguido su curso y los destrozos causados por la guerra
atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron a ser reparados. No
obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las
grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la
servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran medida a suprimir las
desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas
deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el
analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente
eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser
empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático —
produciendo riqueza que no había más remedio que distribuir—, elevó
efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a mediados
de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario
amenazaba con la destrucción —era ya, en sí mismo, la destrucción— de una
sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas,
tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con
cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o
quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma más obvia e hiriente de
desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir
a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en
el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida
mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña
casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría
conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio,
la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar,
aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si
empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la
minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y
acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible