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decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos
sangrientas ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo bélico es
continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la matanza de niños, la
esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros
hasta el punto de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y
cuando esto no lo comete el enemigo sino el bando propio, se estima
meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la
mayoría especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas
relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el
hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas
flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de
civilización la guerra no significa más que una continua escasez de víveres y
alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de víctimas.
En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede
decirse que ha variado el orden de importancia de las razones que
determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y son reconocidos
conscientemente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la
primera mitad del siglo XX.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual —pues, a pesar del
reagrupamiento que ocurre cada pocos años, siempre es la misma guerra—
hay que darse cuenta en primer lugar de que esa guerra no puede ser
decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado
definitivamente ni siquiera por los otros dos en combinación. Sus fuerzas
están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas.
Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la
anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y
laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué luchar. Con
las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las
causas principales de las guerras anteriores, ha dejado de tener sentido, y la
competencia por las materias primas ya no es una cuestión de vida o muerte.
Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi
todas las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se
propone la guerra el dominio del trabajo. Entre las fronteras de los
superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se
extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y
Hong-Kong, que contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra.
Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de estas regiones
densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún
poder controla totalmente esa área disputada. Porciones de ella están
cambiando a cada momento de manos, y lo que en realidad determina los
súbitos y múltiples cambios de alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno
u otro pedazo de tierra mediante una inesperada traición.