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Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo
               exactamente a la mitad de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar
               siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos tenía Winston
               otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía,
               cuando se le acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le
               dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a usted esta cartera». Winston tomó la

               cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin que
               pudiera  abrirla.  En  cuanto  terminó  la  manifestación,  se  fue  directamente  al
               Ministerio de la Verdad, aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el
               personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que repetían continuamente las
               telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias.
               Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.


                   Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre
               en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos
               cinco  años  quedaba  anticuada,  absolutamente  inservible.  Documentos  e
               informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas,
               bandas sonoras, fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad
               del rayo. Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía que los jefes
               de  departamento  deseaban  que  dentro  de  una  semana  no  quedara  en  toda

               Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia
               Oriental.  El  trabajo  que  esto  suponía  era  aplastante.  Sobre  todo  porque  las
               operaciones  necesarias  para  realizarlo  no  se  llamaban  por  sus  nombres
               verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas
               de las veinticuatro con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron
               colchones  y  los  pusieron  por  los  pasillos.  Las  comidas  se  componían  de

               sandwiches  y  café  de  la  Victoria  traído  en  carritos  por  los  camareros  de  la
               cantina:  Cada  vez  que  Winston  interrumpía  el  trabajo  para  uno  de  sus  dos
               descansos  diarios,  procuraba  dejarlo  todo  terminado  y  que  en  su  mesa  no
               quedaran  papeles.  Pero  cuando  volvía  al  cabo  de  tres  horas,  con  el  cuerpo
               dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de
               papel  le  había  cubierto  la  mesa  como  una  nevada,  casi  enterrando  el
               hablescribe  y  esparciéndose  por  el  suelo,  de  modo  que  su  primer  trabajo

               consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de
               todo  era  que  no  se  trataba  de  un  trabajo  mecánico.  A  veces  bastaba  con
               sustituir un nombre por otro, pero los informes detallados de acontecimientos
               exigían mucho cuidado e imaginación.

                   Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra
               de una parte del mundo a otra eran considerables.


                   Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las
               gafas  cada  cinco  minutos.  Era  como  luchar  contra  alguna  tarea  física
               aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin embargo
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