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—¡Sabías el último verso! —dijo Winston.

                   —Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma
               antes una de estas tabletas.

                   O'Brien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza
               que  los  huesos  de  Winston  casi  crujieron.  Winston  se  volvió  al  llegar  a  la
               puerta, pero ya O'Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos. Esperaba

               con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía
               Winston la mesa despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y
               las  bandejas  de  alambre  cargadas  de  papeles.  El  incidente  había  terminado.
               Dentro  de  treinta  segundos  —pensó  Winston—  reanudaría  O'Brien  su
               interrumpido e importante trabajo al servicio del Partido.






                                                   CAPÍTULO IX




                   Winston  se  encontraba  cansadísimo,  tan  cansado  que  le  parecía  estarse
               convirtiendo en gelatina. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la
               gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver la
               luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura
               de  nervios,  huesos  y  piel.  Todas  las  sensaciones  le  parecían  ampliadas.  Su
               «mono»  le  estaba  ancho,  el  suelo  le  hacía  cosquillas  en  los  pies  y  hasta  el
               simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que

               le hacía sonar los huesos.

                   Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos
               los funcionarios del Ministerio. Ahora había terminado todo y nada tenía que
               hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis horas en su refugio
               y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en
               dirección a la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas,

               pero convencido, irracionalmente, de que aquella tarde no se cernía sobre él
               ningún  peligro.  La  pesada  cartera  que  llevaba  le  golpeaba  la  rodilla  a  cada
               paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún
               no había abierto. Ni siquiera lo había mirado.

                   En el sexto día de la Semana del Odio, después de los desfiles, discursos,
               gritos, cánticos, banderas, películas, figuras de cera, estruendo de trompetas y
               tambores,  arrastrar  de  pies  cansados,  rechinar  de  tanques,  zumbido  de  las

               escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto,
               cuando  el  gran  orgasmo  político  llegaba  a  su  punto  culminante  y  el  odio
               general  contra  Eurasia  era  ya  un  delirio  tan  exacerbado  que  si  la  multitud
               hubiera  podido  apoderarse  de  los  dos  mil  prisioneros  de  guerra  eurasiáticos
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