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que habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los
habría despedazado..., en ese momento precisamente se había anunciado que
Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora contra Asia
Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engañó.
Sencillamente, se hizo saber del modo más repentino y en todas partes al
mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston
tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas
centrales de Londres en el momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba
cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había varios millares de
personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías.
En una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un
hombre delgaducho y bajito con unos brazos desproporcionadamente largos y
un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos atravesados
sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se
agarraba al micrófono con una mano mientras que con la otra, enorme, al final
de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores por encima de su cabeza.
Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de
atrocidades, matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas
de prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles, agresiones injustas,
propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible escucharle
sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la
multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una
salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente de millares de
gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El
discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió
apresuradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito. Él lo
desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en su
gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres
eran diferentes. Sin necesidad de comunicárselo por palabras, una oleada de
comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental!
Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los
carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran
los rostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran los
culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban a
arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y
cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los
tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle. Pero a los
dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado el
micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente,
la masa volvía a gritar su odio exactamente como antes. Sólo que el objetivo
había cambiado.