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descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros.
               Pero  da  lo  mismo.  Ese  libro  es  indestructible.  Si  el  último  ejemplar
               desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria. ¿Sueles llevar una cartera
               a la oficina? —añadió.

                   —Sí. Casi siempre.

                   —¿Cómo es?

                   —Negra, muy usada. Con dos correas.


                   —Negra,  dos  correas,  muy  usada...  Bien.  Algún  día  de  éstos,  no  puedo
               darte una fecha exacta, uno de los mensajes que te lleguen en tu trabajo de la
               mañana  contendrá  una  errata  y  tendrás  que  pedir  que  te  lo  repitan.  Al  día
               siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te
               acercará un hombre y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha
               caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar del libro de Goldstein.
               Tienes que, devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.


                   Estuvieron callados un momento.

                   —Falta  un  par  de  minutos  para  que  tengas  que  irte  —dijo  O'Brien—.
               Quizá volvamos a encontrarnos, aunque es muy poco probable, y entonces nos
               veremos en...

                   Winston lo miró fijamente.

                   —¿... En el sitio donde no hay oscuridad? —dijo vacilando.

                   O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:


                   —En el sitio donde no hay oscuridad —repitió como si hubiera recogido la
               alusión—. Y mientras tanto, ¿hay algo que quieras decirme antes de salir de
               aquí? ¿Alguna pregunta?

                   Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar. En
               vez de cosas relacionadas con O'Brien o la Hermandad, le acudía a la mente
               una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su madre había pasado

               los últimos días y el dormitorio en casa del señor Charrington, el pisapapeles
               de cristal y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:

                   —¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones,
               dicen las campanas de San Clemente?

                   O'Brien, muy serio, continuó la canción:

                   Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.

                   ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.

                   Cuando me haga rico, dicen las campanas de Shoreditch
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