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preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una

               especie de catecismo, la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.

                   —¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?

                   —Sí.

                   —¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?

                   —Sí.

                   —¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares
               de personas inocentes?


                   —Sí.

                   —¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?

                   —Sí.

                   —¿Estáis  dispuestos  a  hacer  trampas,  a  falsificar,  a  hacer  chantaje,  a
               corromper  a  los  niños,  a  distribuir  drogas,  a  fomentar  la  prostitución,  a
               extender  enfermedades  venéreas...  a  hacer  todo  lo  que  pueda  causar

               desmoralización y debilitar el poder del Partido?

                   —Sí.

                   —Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido
               sulfúrico a la cara de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?

                   —Sí.

                   —¿Estáis  dispuestos  a  perder  vuestra  identidad  y  a  vivir  el  resto  de
               vuestras vidas como camareros, cargadores de puerto, etc.?

                   —Sí.

                   —¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en

               que lo ordenásemos?

                   —Sí.

                   —¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?

                   —No —interrumpió Julia.

                   A  Winston  le  pareció  que  había  pasado  muchísimo  tiempo  antes  de
               contestar.  Durante  algunos  momentos  creyó  haber  perdido  el  habla.  Se  le
               movía  la  lengua  sin  emitir  sonidos,  formando  las  primeras  sílabas  de  una

               palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:

                   —No —dijo por fin.

                   —Hacéis  bien  en  decírmelo  —repuso  O'Brien—.  Es  necesario  que  lo
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