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Parecía un lacayo al que le han concedido el privilegio de sentarse con sus
               amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel hombre
               se  pasara  la  vida  representando  un  papel  y  que  le  pareciera  peligroso
               prescindir  de  su  fingida  personalidad  aunque  fuera  por  unos  momentos.
               O'Brien  tomó  la  botella  por  el  cuello  y  llenó  los  vasos  de  un  líquido  rojo
               oscuro. A Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un

               anuncio luminoso que representaba una botella que se movía sola y llenaba un
               vaso incontables veces. Visto desde arriba, el líquido parecía casi negro, pero
               la botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio que
               Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.

                   —Se  llama  vino  —dijo  O'Brien  con  una  débil  sonrisa—.  Seguramente,
               ustedes lo habrán oído citar en los libros. Creo que a los miembros del Partido

               Exterior no les llega. —Su cara volvió a ensombrecerse y levantó el vaso—.
               Creo  que  debemos  empezar  brindando  por  nuestro  jefe:  por  Emmanuel
               Goldstein.

                   Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había
               soñado  con  él.  Como  el  pisapapeles  de  cristal  o  las  canciones  del  señor
               Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la época en que
               él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había

               creído que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un
               efecto  intoxicante  inmediato.  Pero  al  beberlo  ahora  por  primera  vez,  le
               decepcionó.  La  verdad  era  que  después  de  tantos  años  de  beber  ginebra
               aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.

                   —Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? preguntó.

                   —Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.

                   —Y  la  conspiración...,  la  organización,  ¿es  auténtica?  ¿no  es  sólo  un

               invento de la Policía del Pensamiento?

                   —No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la
               Hermandad, sino que existe y que uno pertenece a ella. En seguida volveré a
               hablarte de eso. —Miró el reloj de pulsera—. Ni siquiera los miembros del
               Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No
               debíais  haber  venido  aquí  juntos;  tendréis  que  marcharos  por  separado.  Tú,

               camarada  —le  dijo  a  Julia—,  te  marcharás  primero.  Disponemos  de  unos
               veinte  minutos.  Comprenderéis  que  debo  empezar  por  haceros  algunas
               preguntas. En términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?

                   —Todo aquello de que seamos capaces —dijo Winston.

                   O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi
               le volvía la espalda a Julia, dando por cierto que Winston podía hablar a la vez
               por  sí  y  por  ella.  Empezó  pestañeando  un  momento  y  luego  inició  sus
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